Se llama María Livia Galeano de Obeid y tiene miles de fieles por
toda la Argentina. Dice que se le apareció la Virgen, y desde entonces cada fin de semana
recibe a una comunidad de creyentes en la cima de un cerro, les impone las manos
y los sana. Luego les responde sus dudas. María Livia es tratada como una
santa. Asegura que casi no come, pero igual engorda.
Hay dos versiones de la historia. La
más larga es la primera y dice así.
María Livia Galeano de Obeid era,
hasta 1990, una mujer amante de las pelucas y el champán. Tenía tres hijos, un
marido comerciante, una economía fértil, una vida leve y una casa de dos
plantas en Tres Cerritos, el barrio más exclusivo de Salta, la provincia más
próspera del noroeste argentino. Los días de María Livia consistían en atender
a su familia, acudir a los convites de la clase acomodada y orar. En esos rezos
estaba una mañana, cuando una fuerza traslúcida —según ella cuenta— se le desplomó
en los hombros y la tumbó de rodillas. María Livia alzó la cabeza y vio un
resplandor ciego del que brotaba, con un ademán casi estelar, una mujer joven y
hermosa. La aparición tenía los brazos flojos a los costados del cuerpo, y de
las palmas de sus manos salían rayos de una luz alabastrina. Sus pies estaban
descalzos; se apoyaban sobre una nube.
—Soy la Virgen María —escuchó
María Livia, o al menos eso asegura en su página web, www.inmaculadamadre-salta.org—.
¿Aceptas compartir tu hogar conmigo?
—Madre, acepto —contestó
María Livia—. A partir de hoy mi hogar te pertenece.
—Hija, deseo
que me entregues a tus hijos —dijo la
Virgen cuando reapareció días más tarde.
—Madre, te entrego a mis
hijos, desde hoy te pertenecen.
—Hija, lo que más deseo es
estar entre tú y tu esposo —pidió la
Virgen meses después.
—A partir de hoy, Madre, tú
estarás siempre en el medio de los dos.
—Hija, es importante que se
construya un santuario en lo alto de un
cerro y que ese espacio se convierta en un centro de evangelización —exigió la Virgen luego de unos años—.
Allí habrá de levantarse
una casa para sacerdotes ancianos, un seminario y una casa para monjes.
María
Livia Galeano de Obeid dijo que sí a todo, y aquí termina la primera versión de la
historia.
La
segunda versión es más breve: dice que todo lo anterior es una astucia
inmobiliaria (desde que apareció la
Virgen, el metro de tierra en Tres Cerritos triplicó su
valor), o —en el mejor de los casos— el fruto de una psicosis galopante.
De
cualquier forma, ambos puntos de vista convergen en un dato que es real: a
diecisiete años de la supuesta aparición de la Virgen, María Livia tiene
una organización llamada Yo soy la Inmaculada Madre
del Divino Corazón Eucarístico de Jesús, tiene doscientos cincuenta voluntarios a su cargo y tiene un
cerro.
Allí
arriba, todos los sábados y desde el año 2001, sucede un llamativo fenómeno de
religiosidad laica: unas quince mil personas provenientes de todos los rincones
de Argentina peregrinan semanalmente con el único fin de ver a María Livia y
ser tocadas por su mano. Muchos se desmayan con el roce de sus dedos. Muchos
dicen que se curan con el roce de sus dedos.
*
* *
La ciudad de Salta está ubicada en
un valle y todos los cerros que la rodean tienen dueño. También lo tenía el
ahora llamado Cerro de las Apariciones
—pertenecía a una familia de apellido Garat— hasta que María Livia Galeano de
Obeid habló
con los propietarios y les explicó que la Virgen había hecho un pedido. Los Garat donaron
el cerro a la Organización y ahí, en mayo del 2001, se empezó a levantar el
santuario. Se hizo una ermita (una capilla de unos treinta metros cuadrados,
donde se entronó una imagen de la
Virgen), se construyó un anfiteatro con asientos de piedra y
madera para varios miles de personas, y se abrió una senda de acceso vehicular
hasta la cima, pensada para los fieles que no pueden caminar y deben ascender
en coche.
En la Organización dicen
que la mano de obra fueron los mismos «servidores»: voluntarios que al
principio no llegaban a la decena y que, con el correr de los años, terminaron
formando un pequeño ejército de fieles.
—¿Vio las ruinas de Machu Picchu? —pregunta
un taxista apenas llego a Salta—. ¡Acá es lo mismo! ¡Parecían incas los culiáu! No sé si fueron los servidores o
quiénes fueron, pero estos caminos no los hace cualquiera.
El taxista se llama Antonio Vives y
cree en Dios. En Dios y en María Livia.
A los cinco minutos de haber iniciado el viaje, desgranará el discurso
que —luego quedará claro— sostienen todos los salteños que alguna vez subieron
al Cerro: Antonio Vives dice que la paz espiritual se multiplica en la cima;
que a veces son incontenibles las ganas de llorar; que el lugar huele a rosas
aunque no haya rosas en la zona (un detalle que se atribuye a la presencia de la Virgen); y que la mano de
María Livia es la versión exponencial de un relajante muscular: te toca y te
desmaya.
—Por suerte, si usted cae siempre
hay una persona atrás para atajarlo… No vaya a ser que ocurra la desgracia de romperse
uno en el Cerro.
Los que están atrás, recibiendo los
cuerpos recién desvanecidos, son los servidores: doscientas cincuenta personas
(adultos, adolescentes, niños) que trabajan en forma gratuita para la Organización, y que
se encargan de mantener el santuario y ordenar a los peregrinos que se acercan
los sábados.
Todos los servidores afirman haber
tenido alguna experiencia sobrenatural con María Livia o, en el caso de los
niños y adolescentes, son hijos de alguien que dice que la tuvo. Ninguno, sin
embargo, está autorizado a dar testimonio, y esa prohibición es respetada con
una intransigencia que sólo puede atribuirse a los fenómenos de fe. Siempre se
les garantizó un off the record, que
es el término que los periodistas usamos para respetar el anonimato de las
fuentes, pero nunca quisieron hablar. Incluso Vicky Gallo, la servidora
encargada del área de prensa, explica que María Livia tampoco da notas. Sólo le
habla al mundo una vez al mes, durante una conferencia en la que cuenta cómo y
cuándo vio a la Virgen,
y responde algunas preguntas de los fieles.
Además de esta actividad —cuatro
peregrinaciones y una charla mensual— la vida de María Livia Galeano de Obeid transcurre en
Tres Cerritos, un caserío de aires muy limpios que se abre como un prolijo
juego de cartas a los pies del Cerro de las Apariciones. Allí, María Livia pasa
sus días junto a Carlos Pupa Obeid,
su marido, un hombre que supo dirigir el Club de Gimnasia y Tiro de Salta y que
ahora tiene una concesionaria de Citröen.
La casa de María Livia tiene dos
plantas, un jardín delantero y un garaje por el que despuntan dos coches
modernos. La construcción está rodeada por una reja verde, y a través de los
barrotes puede verse una puerta entreabierta por la que asoma un santo de yeso
en tamaño natural. En la reja hay un timbre. Nadie responde el llamado, pero
alguien aprieta un botón y abre desde adentro. Segundos después, por la entrada
principal aparece una mujer de piel pálida, pelo negro y recogido, blusa
blanca, y falda gris bajando hasta las pantorrillas. Podría ser María Livia, o podría
ser la empleada doméstica de María Livia. En cualquier caso, la mujer ve que
hay dos extraños afuera y se sobresalta, aunque hace esfuerzos por seguir
sonriendo.
—Abrí porque pensé que era mi
hermana —dice.
Su voz es débil. Está parada con los
pies muy juntos y se toma las manos a la altura del vientre. Por detrás, por la
misma puerta por la que asoman María Livia y el santo, aparece un hombre de
pasos graves. Carlos Pupa Obeid tiene
el ceño fruncido y la mirada cuerva. En su oreja derecha hay un auricular
macizo, una especie de caparazón que le abraza buena parte del pabellón
auditivo.
—Soy periodista. Quería ver si...
—Sí —interrumpe María Livia
sonriente, sedada—. Ya se nota que usted es periodista.
—Usted ya habló con la mujer de prensa
—se molesta su esposo—, ella le dijo que tenía que ir directamente al cerro.
—Es que pensé que lo mejor era
hablar con ustedes —digo—. Me dijeron que usted, Pupa, es uno de los organizadores y...
—Ah —suspira María Livia y sigue
sonriendo—. Sabe todo sobre nosotros.
—Usted tiene que ir al cerro —insiste
él. Sus ojos parecen aviones esperando el momento para tirar la bomba. Ninguno
de los dos se mueve; se hace un silencio. María Livia, como siempre, sonríe.
*
* *
Sólo una empresa —el periódico
salteño Cuarto Poder— y una
institución —la Iglesia Católica— muestran públicamente su desconfianza hacia
María Livia Galeano de Obeid. Héctor Jorge Alí, periodista de Cuarto Poder, asegura que Carlos Pupa Obeid se tomó demasiado en serio su
función de “organizador”: inscribió el nombre de la Organización en el
Registro de la Propiedad Intelectual
(por temor a plagios) y, gracias a un supuesto «mandato» de la Virgen, fue nombrado
administrador de los bienes terrenales de las Hermanas Carmelitas: un puñado de
monjas de clausura que creen en María Livia y que se alojan en un convento
ubicado en la manzana de mayor valor inmobiliario de la ciudad de Salta.
La segunda denuncia sostenida por
Alí vincula a María Livia y a Carlos Pupa
Obeid con Marcelo Emilio Cantarero, un senador salteño que vive en Tres
Cerritos y que ganó fama a nivel nacional cuando fue procesado judicialmente
por haber recibido, en el año 2000, una coima escandalosa para aprobar una
reforma de la ley laboral. En ese entonces, se supo que Cantarero fue a la casa
de María Livia para pedirle intercesión divina. Tan mal no le fue: el hombre
sigue procesado, pero espera el juicio en libertad. Es por eso que en Salta se
empezó a decir que el ex senador tiene un Dios aparte o, más exactamente, una
Virgen propia. En Tres Cerritos, algunos vecinos la llaman «la Virgen de Cantarero»: un
apodo que, lejos de ser una ironía, refiere a un hecho estrictamente fáctico.
Con los ahorros que Cantarero juntó
durante su gestión en el senado, compró un valle. En el lote —que puede verse
desde la cima del Cerro de las Apariciones— se empezó a levantar la
urbanización Valle Escondido, un espacio privado de setenta hectáreas pensado
para alojar las casas más caras de toda la provincia. Desde que se construyó el
Santuario —en un tiempo récord de siete meses— el valor del terreno de
Cantarero se triplicó. Como si fuera poco, y según denuncia Cuarto Poder, uno de los agentes
inmobiliarios que comercializa los lotes es primo de María Livia.
Estos datos terrenales no escandalizan
a la Iglesia Católica:
el problema para la Curia
es de raíz puramente teológica. En una carta fechada el 30 de junio del 2006,
el arzobispado de Salta le prohibió a María Livia difundir por escrito los
mensajes que supuestamente le dio y le da la Virgen, bajo tres argumentos: «el protagonismo de
la vidente es manifiesto», «no hay pruebas ni testimonios objetivos [de las
apariciones]» y son «revelaciones sin contenido». Además, fueron reclamados los resultados de un examen psicológico que se
le había sido exigido a María Livia, y se prohibió la llamada «oración de
intercesión» —esa instancia en la que María Livia posa su mano sobre el hombro
de los fieles— aduciendo que «ningún
laico está facultado para imponer las manos».
En
respuesta a todo esto, los Servidores de la Organización enviaron
al Arzobispado una carpeta donde niegan que se oculten los datos del examen
psicológico, donde piden que la iglesia sea más comprensiva con el fenómeno, y
donde adjuntan doscientos testimonios
de sanaciones físicas y espirituales.
Porque hay gente, dicen, que se ha
curado con María Livia.
Una de las personas que lo afirma es
Vicky Gallo, la encargada de prensa y la única servidora que accede a contar su
historia.
Gallo es contadora, vive en Tres
Cerritos y tiene una hija, Candelaria, que nació con problemas severos en la
vejiga. A los ocho años, Candelaria pasaba sus días tirada en un sillón y
aguantando las ganas de ir al baño.
—Cuando iba a hacer pis se retorcía
del dolor —recuerda Gallo—. Yo la acompañaba en el baño, y durante años tuve
las manos marcadas por las uñas de mi hija.
Vicky Gallo no creía en Dios. No
creía, dice, en nada. Lo único cierto en su vida era que tenía una hija enferma
y que estaba desesperada. Hasta que en el año 2001 se enteró de la existencia
de María Livia —era vecina del barrio— y subió al Cerro.
—Cuando María Livia la tocó, mi hija
dice que sintió un calor en el vientre —recuerda—. Luego terminó la oración,
bajamos a casa y Candelaria, por primera vez en años, pudo hacer pis sin dolor.
Desde entonces está curada. Es deportista. Es, también, servidora. Yo les debo
a la Virgen y
a María Livia la salud de mi hija.
Vicky Gallo habla de pie, en la cima
del cerro, bajo una carpa azul que está a doscientos metros del Santuario y que
los organizadores dieron en llamar «zona de emergencias». Aquí se trae a los
niños que se aburren y entran en ataque de llanto, y aquí también viene la
gente que necesita comer algo. Fuera de la «zona de emergencias» está prohibido
levantar la voz y probar bocado, y es por eso que los sábados el Santuario
ofrece un paisaje sobrecogedor: miles de personas circulan, se acomodan y
esperan hundidas en un silencio fiero y abismal.
Ahora es sábado, ocho de la mañana,
y el filo del frío lo lastima todo. Los peregrinos van llegando en un estado de
concentración profunda. Los que no pueden caminar alcanzan a la cima en
camionetas todo terreno, unos vehículos de última generación que son cedidos
por los mismos servidores de la Organización. Y los que pueden ir a pie arriban
al Santuario luego de atravesar, durante veinte minutos, un bosque de raíces anabólicas
y árboles crujientes. Cada tanto, en el trayecto de ascenso se hace un claro y
la vista es grandiosa: según dónde se mire, puede verse toda la ciudad de Salta
—un puñado de ladrillos blancos, y arriba una suave pelusa de polvo—, o puede
verse el tremendo valle que compró Cantarero.
Una vez en la cima del Cerro, el
despliegue del Santuario se sobrepone al paisaje. Hay centenares de bancos y
gradas dispuestos en forma de anfiteatro y cubiertos por una media sombra que
ayuda a detener el sol cuando el verano vuelve todo insoportable. A un costado
está la ermita y allí adentro, alumbrada por el velo de una luz sedosa, se ve
la imagen de la Virgen.
Hay también claveles blancos y rosas. Y hay, a los pies de la
figura, algunas fotos de hombres, mujeres y niños, algunos muy enfermos.
A diferencia de otros santos laicos
que hay en la Argentina
(como el Gauchito Gil, San La
Muerte o la cantante bailantera Gilda, muerta en un
accidente) el público de María Livia es plural: hay gente muy pobre y gente muy
rica, y la brecha social sólo puede intuirse averiguando la forma en que
llegaron hasta el Santuario. Los pobres de la provincia arriban a pie o como
pueden; la clase media se acerca en ómnibus y se aloja en hospedajes modestos;
y los de mayor poder adquisitivo llegan en avión y se registran en hoteles de
tarifa internacional. Una vez en el Santuario, sin embargo, el orden de
prioridades no lo marca el dinero. Las sillas más cómodas y próximas al centro
del anfiteatro son ocupadas por los enfermos, las embarazadas y las madres con
niños pequeños. Pero el resto toma asiento donde puede, o hace fila para entrar
a la ermita y mirar a la Virgen
a los ojos. Nadie, en ningún momento, habla: durante cuatro horas —hasta que a
mediodía llegue María Livia— habrá una multitud entera sometiéndose al
silencio, a la violencia del frío y a la insufrible elasticidad de los tiempos
muertos.
Los murmullos sólo empiezan a las
doce, cuando ella llega. Viste blusa blanca y pollera gris, y sin abrir la boca
se arrodilla de cara al suelo. Durante una hora, varios miles de personas, en
la cima de un cerro y bajo un cielo que de a poco empieza a limpiarse, rezarán
el rosario con el compás ronroneante con que se repite un mantra.
Luego de los rezos, por un
altoparlante llega una aclaración: hoy, 18 de agosto, es un sábado especial;
hasta fines de septiembre María Livia estará ausente «por pedido de la Virgen».
—¿Y eso qué quiere decir? —susurra
una mujer mayor con dos pares de anteojos: uno puesto y otro colgando.
—Yo creo que quiere decir que María
Livia se toma vacaciones —contesta otra, casi en secreto.
—Cierto —sigue la primera—. A mí me
dijeron que se va a Roma.
—¿Pero no es más fácil que los de
Roma vengan a conocerla acá?
—¿Qué?
—Que por qué no vienen los de Roma.
—Vos porque no conocés Roma, no
sabés lo lindo que es.
Josefa Peleteiro, de ochenta y tres
años, y Teresita Núñez, de setenta y siete, se hicieron amigas en el viaje en autobús
que las trajo desde la provincia de Córdoba —al centro de la Argentina— hasta
Salta. En la cima del Cerro está prohibido dar testimonio —no se puede, en
realidad, hablar— pero algunas horas después, cuando estén haciendo tiempo
hasta que el autobús las lleve de regreso, contarán que vinieron por motivos de
fe y de salud. Teresita Núñez tiene un hijo de cincuenta años con parálisis
cerebral y en medio siglo no hubo médico capaz de darle respuestas. Josefa
Peleteiro, en cambio, viene porque siempre creyó en este tipo de historias.
—Yo tenía una tía que era curandera
y curaba el empacho —dirá Josefa Peleteiro, apoyada sobre la trompa del micro.
—Pero esto no es curanderismo —corregirá
Teresita Núñez con la boca fruncida.
—Bueno, pero esta mujer tiene un
poder —se impacientará Josefa Peleteiro—. La toca a usted y pierde el
conocimiento, no sé por qué.
—Eso es verdad —coincidirá Teresita
Núñez—. Yo la vi arrimarse nomás y ya empecé a balancearme.
—Pero no te caíste...
—Bueno, Josefa, ¡pero perdí el
equilibrio!
Durante la Oración de Intercesión —en
la que María Livia apoya sus manos sobre los fieles— están los que caen al
suelo y los que no, y es esta oportunidad aleatoria la que transforma a la
oración en una instancia casi espectacular. La imposición, lejos de cualquier
prejuicio, es discreta: durante horas, María Livia toca y tira gente con la
levedad con que alguien sopla, una por una, las velas de una torta. Detrás de
cada peregrino un servidor aguarda abierto de brazos. Algunos se desploman,
otros se tambalean, otros nada. A los que caen, los servidores los atajan y los
apoyan suavemente sobre el suelo: la idea es que la gente se despierte y se
levante sola.
Pero hay uno que no se levanta. Es
alto, moreno y hace quince minutos que está en el piso. Pronto empezarán los
murmullos.
—Ése se quedó ahí —susurra Josefa
Peleteiro.
—Dios no te oiga —dice Teresita
Núñez— ¿querés un caramelo?
—El coordinador ya dijo que no se
podía comer.
—Pero éstos están bendecidos.
A las cuatro de la tarde, empujadas
por el hambre, algunas personas empiezan a comer a escondidas y otras
directamente descienden del cerro. En la base hay una playa de estacionamiento
donde se amontonan una infinidad de coches y unos cincuenta ómnibus de larga
distancia. A un costado de la playa, sentado sobre el pasto, hay un hombre
comiendo desesperadamente un sándwich. Es joven, es rubio, tiene el aire biempensante
de un estudiante de cine, y se niega a dar su nombre: pide llamarse Pedro.
—La verdad —mastica Pedro— yo con
este viaje me re ensarté.
Pedro es de Ciudad de Buenos Aires.
Algunos días atrás, su hermana le dijo que tenía una ganga: aprovechando un fin
de semana largo, podían viajar a Salta cuatro días por ochenta y cinco dólares
cada uno, todo incluido. Pedro se entusiasmó. Pero, una vez arriba del autobús,
vio que los planes del viaje no se ajustaban a sus propios planes.
—Yo soy bastante creyente, pero mi
idea no era venir a rezar —explica y sigue comiendo—. Vine a conocer Salta y
encima no conocí nada. Veinte horas el viaje de ida, veinte el de vuelta y
María Livia me tocó. ¿Y qué más? No me pasó nada. Me emocioné, pero no sentí
que me bajara un rayo. Todo esto es muy cansador, no paro de rezar desde que
llegué. Yo respeto mucho todo esto, pero estoy esperando que esta pesadilla
termine.
Pedro no quiere dar su nombre porque
dice que el error es suyo, y que los creyentes merecen su respeto. Mientras lo
dice, señala con la vista a un hombre corpulento y moreno que a cincuenta
metros de distancia se acomoda trabajosamente sobre una silla plegable. Rubén
González tiene cuarenta años, viene de Tucumán, una provincia limítrofe con
Salta, y hace un rato tuvo en vilo a todo el Santuario: González es el hombre
que parecía muerto.
—Sentí la mano de la señora y me
desmayé —explica ahora—. Después me desperté pero no podía levantarme.
—¿Por qué?
—Porque hace dos meses yo estaba
cuadripléjico y todavía me cuesta levantarme del piso.
La primera vez que González vino al
Cerro fue un mes atrás. Lo trajo Ana Vidal, su kinesióloga, una mujer de ojos ruidosamente
verdes que ahora come mandarinas y lo mira con orgullo. Ana Vidal trabaja en
una clínica de rehabilitación en Tucumán y dice que siempre fue una persona
escéptica. El cambio sucedió un mes atrás, cuando una colega le habló de los
poderes de María Livia, una vidente más efectiva que la ciencia. Vidal viajó al
Cerro con tres pacientes afectados por distintos tipos de parálisis —entre
ellos, González— y vio que la peregrinación no hizo milagros, pero sí tuvo
efectos: sus pacientes recuperaron las ganas de vivir y rehabilitarse, y por
ese motivo Vidal volvió a viajar tres veces más.
Ahora la rodean cuatro pacientes en
sillas de ruedas. Dos de ellos sólo pueden pestañear.
—Rubén ahora camina y yo estoy
convencida de que ésa es la fuerza de la Virgen. Yo soy atea total, pero acá en el Cerro
pasan cosas raras. Cuando llegué a la cima se despejó el cielo y empezaron a
bajar del sol unos medallones dorados y yo decía «esto lo manda la Virgen», y eso que yo soy
re racionalista, ¿entendés? Y cuando me da la bendición la señora, es tan...
relajante. Yo caigo. A mí me encanta hacer gimnasia y relajar y estirar los
músculos. Y esto es como un relax espiritual.
—¿Por qué pensás que María
Livia genera todo esto?
—Porque es una de las pocas personas
videntes del mundo —dice la kinesióloga—. Ve cosas que nosotros no vemos, es
una privilegiada. A ella la
Virgen le preguntó: «¿Vos querés transmitir mis mensajes?». Y
ella quiso. Pero la Virgen
es la que decide todo.
Ana Vidal mira al cielo y hace una
mueca de satisfacción, como si supiera que acaba de complacer a alguien, o a
algo, allá arriba. Luego sonríe: tiene los dientes muy blancos, un paredón de
calcio que refleja el sol con magistral optimismo.
—Ustedes, por ejemplo, están
haciendo esta nota porque la
Virgen quiere —agrega—. Acuérdense de eso.
*
* *
En todo el mundo, y a lo largo de la
era cristiana, la Virgen
apareció alrededor de treinta veces (o, al menos, ésas son las apariciones
marianas aceptadas por la
Iglesia Católica). ¿Por qué la gente entonces cree en María
Livia Galeano de Obeid? ¿Por qué creen que la Virgen bajó a su casa de dos plantas y la eligió
entre los seis mil millones de personas que habitan el planeta? Para el teólogo
y ex sacerdote argentino Rubén Dri, los símbolos religiosos —no importa su
índole— encuentran especial aceptación en los países subdesarrollados. El gran descreimiento en la política, en la posibilidad de
transformar la realidad con proyectos, es lo que lleva a potenciar los
fenómenos de fe
—La idea es: si no puedo solucionarlo
yo, tengo que confiar en alguien que me lo solucione o que me ayude —explica
Rubén Dri—. Algunos dicen que estas devociones son anestesiantes, pero no es
así. Los fieles las usan para juntar fuerzas, y salir al mundo cuando tengan
más confianza en sí mismos.
Pablo Wright, profesor de Antropología
Simbólica de la
Universidad de Buenos Aires, agrega otro factor que no tiene
que ver con el hambre nacional. Wright cree que María Livia tiene éxito porque
hoy la gente necesita relacionarse con símbolos que no estén alejados de ellos.
María Livia, sin ir más lejos, expresa su credo en internet y en la cima del
Cerro reproduce rituales bastante similares a los de la iglesia evangélica.
—La gente está muy expectante de tener
alguna experiencia de lo sagrado y María Livia propone algo directo y sin
dogmas —dice Wright—. No hace falta que reces cuarenta padrenuestros para que
te baje un rayo de luz. Si estás en crisis, sólo tenés que subir al Cerro, y
ahí ya te pasan cosas.
Un tercer factor que acaso ayude al
éxito de María Livia es el lugar que la vio nacer: Salta es, probablemente, la provincia más religiosa que
tiene la Argentina. En
la capital, buena parte de las esquinas tiene alguna alusión a la Virgen (afiches,
estampitas, figuras), las iglesias son consideradas nacionalmente como «las
mejor iluminadas del país», y frente a la plaza principal se levanta una
Catedral radiante en la que alguna vez descansó el Papa Juan Pablo II.
El origen de tremenda religiosidad
está en el nacimiento mismo de Salta. Casi un siglo después de la colonización
española, un hombre llamado Hernando de Lerma fue enviado por el Virreinato
para fundar la ciudad. Era el año 1582 y el caserío era, en ese momento, una
cáscara al borde del desastre. En la zona había hambre, pestes, diluvios,
sequías, y, sobre todo, una tierra que cada tanto se sacudía en espasmos
sísmicos. Los pobladores —aborígenes calchaquíes— vivían con miedo y ese miedo
los ponía violentos. La única forma de conjurar el espanto y de organizar a los
nativos bajo un nuevo orden cultural, era la evangelización. Al no haber
sacerdotes que supieran hablar la lengua local —y menos aún aborígenes que
supieran leer el castellano antiguo—, los mejores instrumentos evangelizadores
fueron los milagros y el culto a las imágenes: dos herramientas que se fueron
renovando y reforzando a lo largo de los siglos, cada vez que un nuevo sismo
desmembraba la ciudad.
A esta altura no hacen falta
terremotos para renovar la fe: los rituales religiosos son una empresa autónoma
y fuerte, a tal punto que la última procesión de la Virgen del Milagro congregó
en la ciudad a cuatrocientas mil personas: casi la población entera de la
capital salteña, que tiene unos sesenta mil habitantes más.
Esta devoción mística captó el ojo
del periodista y escritor Juan Terranova, autor de La
Virgen del Cerro,
un libro que narra el fenómeno de María Livia (y de la religiosidad que reina
en Salta) en un tono asceta y casi antropológico. Para hacer su libro,
Terranova se convirtió en peregrino y viajó en ómnibus, desde Buenos Aires,
junto a un contingente de creyentes.
—No fue un viaje para hacer turismo,
porque no hubo placer —explica ahora, en su casa de Buenos Aires—. Lo que viví
fue una experiencia de introspección muy fuerte. En la peregrinación ves mucha
gente que no cree en nada, o que está bautizada pero nunca practicó, y que de
repente ve la luz. Eso es fuerte, pero no explosivamente fuerte; los relatos de
la gente son como un murmullo que se va agrandando.
En su camino al santuario, Terranova vivió escenas que lo
conmovieron. Observó a un hombre sin piernas arreglando su silla de ruedas como
si fuera un auto, y se preguntó de dónde —si no era de la fe— el tipo sacaba
fuerzas para querer componer algo. Escuchó historias de cánceres, cegueras y
parálisis que a veces se curaban en la cima del Cerro. Y vio cómo otras
tragedias no se curaban ni un poco, pero al menos eran cubiertas por el manto
tranquilizador de la mano de María Livia: una mujer que, a diferencia de
cualquier otro personaje mesiánico, se deja ver y tocar por sus fieles.
—En el cerro la gente se siente
reconfortada a la vez que escuchada —dice Terranova—. La organización perfecta
también le da credibilidad, y eso no es poco. Así como tampoco es poco que
María Livia hable con los peregrinos y se ofrezca a responder sus
preguntas.
*
* *
Hoy es domingo, once de la mañana, y
María Livia está por tener el único contacto mensual con sus fieles (y con el
mundo en general). La cita es en la sala de conferencias del gremio de los
Trabajadores de la Sanidad
de Salta, un galpón gigante donde puede verse, en el centro, un pequeño
escenario y dos gigantografías con la imagen de la Virgen. A un costado del
escenario hay una puerta blanca que se abre. Ahí, mientras suena una música
litúrgica —una especie de banda de sonido de película ecuménica— aparece
diminuta, prolija, con abrigo negro y rodete, María Livia.
Lo primero son los rezos, y luego
viene la historia. Durante casi una hora, María Livia desgrana, en un tono
monocorde y templado, el mismo diálogo de siempre, de cuando se le apareció por
primera vez la Virgen.
Cuando termina el relato, por única vez, los peregrinos
tienen la posibilidad de interpelarla.
—¿Está preocupada la Santa Virgen por
todos nosotros los argentinos? —pregunta una mujer.
—En la medida que nosotros tengamos
fe, esa purificación va a suceder —contesta María Livia.
—¿Es cierto que los ojos de la
imagen de la Virgen
se formaron solos? —pregunta otra peregrina.
—La Virgen ha sido construida en
cemento y una vez que estuvo lista quedó toda blanca, con sus ojos por supuesto
—contesta María Livia—, y lo que tenía la Virgen era una sombra azul en sus pupilas.
—Mi pregunta es sobre la gente que
es gay —pregunta una tercera mujer—.
Tengo trato con uno de ellos y no sé cómo llegar con la Virgen hacia él.
—La mejor manera de llegar a los más
débiles es con la oración —responde María Livia y, por primera vez, el lugar se
enciende de aplausos.
—Estee... Yo me quedé pensando en
nuestro país —dice otra—. ¿Qué dice exactamente la Virgen?
María Livia responde a todas las
preguntas con palabras como «fe», «Virgen», «demonio» y «amor». Su voz es
arrulladora y suave, y quizá eso sea reflejo de una paz interior, pero también
de algún cansancio. Una hora más tarde ella misma, amablemente, dará la charla
por terminada. La puerta blanca se abrirá, brillarán los flashes de las cámaras de fotos, y María Livia Galeano de Obeid
volverá en Citröen a su casa, donde rezará unas horas, responderá los correos
electrónicos de su página web y comerá lo mismo que —según dice— viene cenando
y almorzando a lo largo de estos últimos quince años: dos platos de sopa y un
pedazo de pan fresco por comida. Un régimen asceta que, curiosamente, en estos
últimos años la hizo engordar veinticinco kilos.
* Publicado en la revista Etiqueta Negra en el año 2007.