Cada tanto aparecen fotos
viejas de mi hijo. Es fácil que suceda; el universo digital permite eso. Antes
las fotos viejas estaban en cajas, en roperos, en madrigueras frescas y oscuras
a las que se acudía cuando se estaba seguro de querer ver algo. Pero ahora es
distinto. Alcanza con hacer un click en la carpeta de al lado, y ahí aparece mi
hijo -eficaz metáfora del tiempo- con sus armas a cuestas.
Las fotos de un hijo, en la era digital,
son como esa clase de visitas que tocan el timbre sin aviso, sin acuerdo, sin
que nadie esté del todo listo para eso. En mi caso, la secuencia suele ser
sencilla: a veces estoy buscando una foto de prensa, una película, un archivo
cualquiera, y quedo a tres milímetros de una carpeta que dice, por ejemplo,
“Joaco Brasil 2009”. Entro, por supuesto. Siempre entro. Siempre abro la puerta
a la visita y la recibo, por las dudas,
con pañuelos de llorar. Ahí está Joaquín en sus etapas anteriores. Está su boca
de perlas antes de cambiar los dientes. Están sus rodillas como nueces asomando
por el short, el día que empezó el jardín de infantes. Están sus pómulos
tiernos, sus ojos de cabrito, su modo de abrazarme como si yo fuera el tronco
que flota en esta rara inundación que es la sucesión de los días. En las fotos
viejas, la mirada de mi hijo está virgen de cualquier desengaño. Es distinta de
la actual. Ahora tiene nueve años, pero pasó suficiente como para que su rostro
cambie: viajó, miró, entendió que a veces la gente dice una cosa para decir
otra, empezó a intuir los pliegues en los que circula la verdad, o lo que sea
que eso signifique. Se desilusionó algunas veces. Fue feliz otras. Él también
fue construyendo su propio doblés. Y
todo eso fue marcando la topografía de su cara, que ahora tiene dientes fuertes
y una mirada de doble vía, que negocia con el mundo.
Miro las fotos viejas de mi hijo y es
inevitable preguntarse cuándo y cómo sucedieron los cambios. Qué pasó con el
tiempo. Pienso en eso ahora que es diciembre, que está por cambiar el año, y
que acabo de terminar de ver Boyhood,
la última película de Richard Linklater, el director —entre otros films— de la
trilogía iniciada con Antes del Amanecer.
La gracia de Boyhood es la forma en
que está hecha: el director filmó a un mismo actor, Ellar Coltrane, desde sus
seis años y hasta los dieciocho, e incluyó su evolución física dentro de una
trama de ficción. A lo largo de la historia —y, por lo tanto, de la infancia y
la adolescencia del muchacho— se van dando algunas de las posibilidades que
depara la vida: separaciones entre adultos, segundas parejas que fallan,
crisis, decepciones, el nacimiento del primero de varios amores de juventud, el
surgimiento de una vocación, los primeros trabajos basura. Hasta que al final
de la película, uno siente a esa criatura como un hijo propio y llega sin
escudos intelectuales a una de las escenas más duras del film. En ella —no
importa contarla, pues no incide en la evolución de la historia— se ve a la
extraordinaria Patricia Arquette, madre del chico, de cara a la partida de su
hijo a la Universidad. Está sentada en una silla y llora sin melancolía: con
una bronca estructural, con un profundo desencanto. "Me doy cuenta de que
mi vida se fue, así de simple —dice, y chasquea los dedos como si hiciera
desaparecer algo por arte de magia—. Casarme. Tener hijos. Divorciarme. Esa vez
que pensamos que sufrías de dislexia. Cuando te enseñé a andar en bicicleta.
Divorciarme otra vez. Conseguir mi
título de máster. Finalmente conseguir el trabajo que quería. Mandar a Samantha
a la Universidad. Mandarte a la Universidad. ¿Sabés qué sigue, eh?? ¡Mi maldito
funeral!” grita. Y vuelve a llorar.
Hace tiempo que no veía, en una película,
un tramo tan desgarrador y a la vez tan simple. Decido, entonces, tomar nota de
cada palabra para ponerla en este artículo, por lo que retrocedo la historia
algunas veces y Joaquín —que hasta el momento era indiferente— se detiene a
mirar. Le muestro cómo fue cambiando el actor a lo largo de los años. Vuelvo a
detenerme en la escena de la madre y el hijo.
—¿Por qué llora? —me pregunta Joaquín.
Le respondo que llora porque siente que el
tiempo pasa rápido.
—Entonces, si tuvieras un superpoder, ¿a
vos te gustaría detener el tiempo? —pregunta.
Lo pienso unos segundos —juro que lo pienso—,
y respondo, finalmente, “no”. Pero luego olvido la respuesta.
* Publicado en Revista Ya del diario El Mercurio. Diciembre de 2014.
3 comentarios:
Me gusta tanto como escribís! pero tanto! Esa escena de la película es tan cierta, tan triste como inevitable. Porque no queremos llegar ahí y sabemos que inevitablemente llegaremos a ese lugar, a ese momento, a ese asalto de fotos que nos hablan de un tiempo que pasó y no va a volver. Así de simple, así de triste
Muchas gracias, Flor! Te mando un beso.
"su modo de abrazarme como si yo fuera el tronco que flota en esta rara inundación que es la sucesión de los días"
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