El 11 de febrero de 1963 –hace 47 años- la escritora Sylvia Plath se suicidó metiendo la cabeza en el horno. Y con ese singular final concluyó una vida que puede leerse como una pieza narrativa en sí misma –Sylvia estuvo internada en un psiquiátrico, recibió electroshocks, quiso matarse demasiadas veces, se casó con un hombre bello y talentoso-, aunque también como una representación descompuesta de lo que era, y en cierto modo sigue siendo, el mito de la realización femenina.
Sylvia fue una gran escritora. Su vida reunió todos los atributos para volverse película de Hollywood –de hecho, se filmó una y el papel lo interpretó Gwyneth Paltrow- pero lo cierto es que su obra fue muy superior a cualquier mito decorado por el marketing. Ni siquiera es que lo suyo fuera un don: era el resultado de una virtud y una filosa mirada poética, pero principalmente de la búsqueda extenuante y dolorosa de la perfección. Sylvia estudiaba las palabras como un entomólogo estudia las partes de un insecto. Las desarmaba, las miraba, las hacía dialogar con el resto del cuerpo, y las ponía a trabajar en pos de un objetivo: la trascendencia literaria. Porque Sylvia, lo dicho, era una gran escritora. Una mujer de letras exquisitas que un día se enamoró del poeta Ted Hughes; que otro día parió dos hijos; y que un tercer día supo lo difícil que puede ser buscar el prestigio vocacional, estar casada con un escritor igualmente ambicioso, y llevar adelante una casa y una crianza bajo una premisa incuestionable: como Hughes necesitaba cultivar su perfil artístico, ella –por épocas- debía enseñar en universidades para llevar un ingreso fijo al hogar.
Ella aceptaba este reparto de tareas. Porque Sylvia, lejos de ser “la loca” que tantos biógrafos retratan, era una mujer empeñada en “ser plena” y seguir los preceptos morales que la “plenitud” deparaba a una mujer de clase media americana: quería casarse con el marido perfecto, ser una esposa perfecta, ser una madre perfecta y ser perfectamente feliz. El problema –la fisura- es que también quería escribir. Y que vivía oscilando en la eterna contradicción que sintetiza en una línea de su poema “Los maniquíes de München”: “La perfección es terrible, no puede tener hijos”.
Pasó desde entonces medio siglo, y lo curioso es que la historia de Sylvia es de una rotunda actualidad: las mujeres, salvo excepciones, siguen pagando por su vida emancipada. En su reciente libro –llamado ¿Quién paga? El dinero en la pareja del siglo XXI- la periodista Leni González, colega de Crítica de la Argentina, habla de las diversas formas en que esposas y concubinas absorben los costos domésticos de “ser independientes”. Las mujeres, se deduce de los casos presentados en el libro, pagan porque mantienen a un preclaro que se cree Baudelaire y no quiere “transar con el mercado”; pagan porque el marido se quedó sin trabajo y si bien se apaña como amo de casa –lleva a los nenes a la escuela, hace la comida- el baño no lo limpia ni amenazado de muerte; y pagan porque ante dos personas que desean crecer profesionalmente –por caso, un varón y una mujer quieren hacer sendos posgrados-, la prioridad suele ser para el hombre.
Las mujeres de hoy, en síntesis, se parecen bastante a las mujeres “libres” de hace medio siglo. En ese entonces –ciudad de Boston, fines de la década de 1950- Sylvia Plath dedicaba media jornada a la escritura, mientras que Ted Hughes le destinaba al arte una jornada completa. Linda Wagner-Martin, autora de –a mi entender- su mejor biografía, cuenta algunas escenas muy tristes: Sylvia pasando la aspiradora entre los pies de Hughes mientras él escribía y tiraba papeles al suelo; Hughes riñiendo a Sylvia en público, por no haberle cosido algún botón de su ropa; y Hughes haciendo listas de temas sobre los que él creía que ella podía escribir.
El gran logro profesional –y personal- de Sylvia fue zafar de esas listas. Y animarse a escribir, como lo hizo en un poema, “Yo/ Soy la flecha”. El detalle es que Hughes no soportó ese cambio –o al menos eso se deduce de lo que vino después- y se buscó una amante y luego promovió un divorcio, y la dejó a Sylvia –de por sí un insecto frágil: una palabra- lírica, filosa y sola; peligrosamente a la intemperie. En ese estado, entonces, Sylvia metió la cabeza en el lugar que oficiaba como destino de toda mujer de su época: el horno. En mis ratos más morbosos hasta puedo imaginarla: un 11 de febrero de hace 47 años, durmiéndose y muriéndose con las ondinas del gas, y escribiendo, de esa manera iracunda y femenina, su último poema.
3 comentarios:
Impecable!
Un lujo leerte!
¡Muy bueno!
¡Muy bueno!
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