 En el centro de Ciudad Oculta hay una construcción titánica a la que todos llaman “el hospitalito”. Es un edificio de once pisos que fue erigido en tiempos de Eva Perón con la intención de hacer allí un emporio de la buena salud. El hospitalito iba a ser el centro para tratamiento de tuberculosis más grande de América del Sur, pero terminó ganándose el destino roto de casi todos los proyectos megalómanos en Argentina. Hoy, “el hospitalito” es un monstruo. Un elefante blanco, dicen los vecinos. Un esqueleto que se yergue sobre la villa como una sombra ominosa; como el recuerdo y la síntesis de un hado residual.
En el centro de Ciudad Oculta hay una construcción titánica a la que todos llaman “el hospitalito”. Es un edificio de once pisos que fue erigido en tiempos de Eva Perón con la intención de hacer allí un emporio de la buena salud. El hospitalito iba a ser el centro para tratamiento de tuberculosis más grande de América del Sur, pero terminó ganándose el destino roto de casi todos los proyectos megalómanos en Argentina. Hoy, “el hospitalito” es un monstruo. Un elefante blanco, dicen los vecinos. Un esqueleto que se yergue sobre la villa como una sombra ominosa; como el recuerdo y la síntesis de un hado residual.En el hospitalito sólo funcionan algunas cosas. Desde el año 2007, la Fundación Madres de Plaza de Mayo armó en las primeras plantas un jardín de infantes, un comedor popular, un centro de apoyo escolar, y una oficina donde se dan cursos de capacitación y alfabetización para adultos. Pero el resto de los pisos se levanta con ademán espectral. Adentro, en los primeros niveles, viven cincuenta familias. Pero más arriba está vacío, y fueron tantas las muertes, las caídas, las tragedias, que los accesos hacia los últimos tramos están prácticamente obstruidos. Si se pudiera subir hasta la cima, se vería la postal entera de lo que es hoy Ciudad Oculta: un escenario herido donde el polvo, los niños y los perros arman dolorosas coreografías sin nombre.
El hospitalito tiene un terraplén. Iba a servir de ingreso al centro de salud, pero terminó tan descompuesto como el resto de las cosas. En ese espacio, sin embargo, hace algunos días hubo un momento inolvidable y es eso lo que en realidad quiero contar. Ocurrió cuando el grupo Kossa Nostra –en el marco del Tercer Festival Internacional de Títeres al Sur- hizo un espectáculo para las criaturas que van al jardín de infantes. Para muchos nenes, probablemente ése fuera el primer contacto con aquello que se da en llamar “el hecho artístico”. Sentados sobre la explanada, acompañados por docentes, madres, vecinas y empleadas de maestranza, los chicos se cruzaron de piernas y se dispusieron a mirar.
Eran las cuatro de la tarde. A esa hora –cuando hay sol- la villa queda cubierta por un párpado ocre que suaviza las chapas, las aguas, los restos. En ese instante, cuando la luz daba algo así como un abrazo, empezó la obra y es lo mismo que decir que empezó todo. Los chicos, desde el segundo en que salió el primer títere, transformaron el encuentro en un espacio desesperantemente vivo. Todo lo festejaban, lo aplaudían, lo reían, lo buscaban, lo atendían: no vi en ningún otro espectáculo infantil –y vi unos cuantos- una devoción que estuviera tan ligada a la presencia y a la gratitud.
Este lugar no siempre se llamó Ciudad Oculta. El año en que nació, 1937, lo nombraron Barrio General Belgrano y allí vivían los obreros del Mercado de Hacienda, de Ferrocarriles y del Frigorífico Lisandro de la Torre. En su trabajo “Las organizaciones villeras en la Capital Federal entre 1989-1996. Entre la autonomía y el clientelismo”, la antropóloga María Cristina Cravino explica que la villa miseria se formó –como en tantas otras partes del territorio urbano- recién en la década de 1940, cuando el proceso de sustitución de importaciones hizo que grandes masas de población se trasladaran del interior a la Ciudad, con el fin de formar parte de la mano de obra industrial. El problema es que hubo más gente que industria, por lo que empezaron a aumentar los marginados del proceso productivo y –en consecuencia- las formas de vivienda precarias e “ilegales”. Es decir, las villas.
En el caso del Barrio General Belgrano, fue rebautizado como “Ciudad Oculta” a partir del Mundial ’78, cuando los funcionarios de la dictadura levantaron un paredón para esconder de las miradas extranjeras esta postal infeliz. Hoy, viven acá 16 mil personas y basta recorrer las calles para saber que por lo menos la mitad son niños: ocho mil criaturas que pasarán los próximos años galgueando dramas como en una carrera de obstáculos.
Algunos de ellos estuvieron esa tarde de octubre, a los pies del hospitalito, mirando la presentación de títeres hasta el final. El último número del espectáculo consistía en la llegada de “Iván el terrible”, un muñeco con guitarra que cantaba el “Arroz con Leche” en clave de rock and roll. Y lo lindo, lo triste, lo inolvidable de esa escena –finalmente, lo que quería contar-, fue que con la llegada de los primeros acordes buena parte de los nenes, sin que hubiera madre o maestra que los instara a moverse, se puso de pie espontáneamente y empezó a bailar. Habrán sido cuarenta pibes de entre dos y cinco años. Y cada uno de ellos, liberando el cuerpo bajo ese sol cansado, hizo el mejor alegato que alguna vez haya visto sobre infancia, pobreza y oportunidades.
Que esos chicos busquen tanto la felicidad –y la exijan de un modo tan celebratorio y tenaz- debería generar en nosotros, los adultos, un sentido de responsabilidad insoportable.
 
 Era una mujer rubia, lacia, teñida. Estaba sentada frente a una mesa de bar y detrás del ventanal había un paisaje reseco, una postal del norte. Un despliegue de cardones y pastizales que parecía ponerle nombre al desamparo. A través del cristal apareció un niño. Una criatura reseca, una postal del norte. Los ojos le brillaban un poquito pero el resto de su cara –la piel, el pelo, los mocos- se había detenido en una rara y calamitosa eternidad.
     Era una mujer rubia, lacia, teñida. Estaba sentada frente a una mesa de bar y detrás del ventanal había un paisaje reseco, una postal del norte. Un despliegue de cardones y pastizales que parecía ponerle nombre al desamparo. A través del cristal apareció un niño. Una criatura reseca, una postal del norte. Los ojos le brillaban un poquito pero el resto de su cara –la piel, el pelo, los mocos- se había detenido en una rara y calamitosa eternidad.
