miércoles, 28 de diciembre de 2011

La máquina de mirar


Carolina Aguirre y sus dos hermanos ya son grandes. Promedian los veinte años. Trabajan. No necesitan pedir plata. Viven juntos. Viven con su madre. Conciente de todo esto –de que ya son grandes, de que están juntos, de que trabajan- su madre los reúne en el living de la casa y les hace este anuncio:

—Me voy a vivir sola.

Luego dice otras cosas: que ya los crió, que ya tienen un sueldo, que la casa es barata (no tiene expensas: sólo hay que pagar la luz, el gas, el teléfono, el almacén); que su padre –el de ellos- armó una nueva familia y que ahora es Su Momento: el momento de ella.

—Es MI momento. Me alquilé un departamento.

Los hijos escuchan y asienten. Tampoco tienen opción. A lo largo de los días, ven cómo su madre va armando golosamente su ajuar de mujer nueva. Compra doce copas de champagne, doce de vino, doce de brandy.

—¿Pero cuándo tomaste brandy mamá? ¿A quién vas a invitar a tomar brandy? ¿A tu amiga Susana? ¿Qué te estás imaginando mamá? -pregunta alguno de ellos. La madre responde con grandilocuencia:

—Voy a hacer fiestas.

Luego se va. La vida pasa.

Trece años después, sentada en un living pequeño, Carolina Aguirre recuerda aquella escena mientras sirve delicadamente un té de jazmín.

—Ahora están todas las vitrinas con las copas polvorientas –dice-. Nunca invitó a nadie. Y esa vitrina resume algo de lo que ahora quiero contar.

Lo que quiere contar está en El efecto Noemí: el primer libro que Aguirre –quien, junto a Hernán Casciari, es probablemente la bloguera más popular de América Latina- escribe por afuera del soporte 2.0; y una historia que desarma, una tras otra, con un alterne inquietante de piedad y malicia, todas las fantasías que rondan la idea de la “nueva soltería”.

El efecto Noemí narra la historia de un hombre (Boris) que decide abandonar a su mujer (Noemí) y sale corriendo tras la tentación de volver a las pistas sin tener en cuenta que “las pistas” suelen estar más lejos –o más sucias- de lo que parecen. Pronto, sumido en los vaivenes de un Paraíso falso, Boris empieza a entender que Noemí –lo más parecido a una mujer Utilísima- es insoportable, sí, pero sabe de él –de Boris- mucho más de lo que él mismo supo nunca. Así es que Boris, urgido por recuperar ciertos sabores domésticos irreemplazables, empieza a colarse secretamente en su casa anterior –cuando Noemí no está- para saquear la heladera y buscar entre la comida alguna huella de la nueva vida de su ahora ex mujer.

Este trajín es el relato central de El Efecto Noemí, una novela que –con luminosos trazos de cinismo- logra nombrar el tránsito extraño y muchas veces gris en el que se define y se construye el amor de las parejas. Los rituales alimentarios, laborales y amistosos son, en este caso, un terreno aplastante que refleja el costado más bochornoso de las sociedades de consumo. Y son, a la vez, la parte visible de una estructura narrativa que Carolina Aguirre conoce largamente –sus blogs siempre trascendieron por la buena construcción de escenas, personajes y diálogos- pero que esta vez se armó por afuera del soporte digital.

El Efecto Noemí es el primer trabajo que Aguirre escribe a ciegas.

—Fue la primera vez que escribí sin interactuar con lectores por Internet, y fue un proceso largo, muy solitario, en el que dudé mucho. Para cualquier otro escritor será normal, pero a mí me resultó tremendo avanzar sin saber si esa escritura tenía un sentido, o si no le importaba a nadie.

Aguirre es –entre tantas cosas- autora de los blogs Bestiaria (visitado por más de un millón y medio de lectores; premiado en varios certámenes de Estados Unidos, Alemania y América Latina, y transformado en libro en 2008), La Peleadora (que llegó a tener 16 mil visitas diarias y le valió un contrato para escribir una película para Patagonik), Ciega a Citas (publicado bajo el seudónimo de Lucía González, llevado a la televisión por la productora –quebrada- Rosstoc y recientemente vendido a la cadena estadounidense CBS) y Wasabi (un completísimo blog gastronómico que tiene varios miles de seguidores). Y es uno de los autores latinoamericanos que mejor entendió la narrativa en sporte 2.0. Pero todo ese antecedente pareció perder peso ante El Efecto Noemí: el primer libro concebido en papel. El primer –para muchos- rastro literario.

—Siento que este libro es lo primero que es mío –dice Aguirre.

—Para el canon, un escritor de blogs no es escritor “de verdad”. ¿Tu sensación tiene que ver con eso?

—Supongo que sí. Con este libro tengo mucho más nervio que con los anteriores. En el mundo literario se percibe que un libro es más serio que un blog, y tengo que aceptar que son las reglas del juego. Pero eso no significa que esté de acuerdo. Ese debate sobre qué es literatura y qué no, y qué da prestigio y qué no me parece una imbecilidad intelectual. Yo no lo pienso en esos términos. Para mí todo lo que escribo es importante y lo único que me da paz es escribir mejor que antes. Además, todos sabemos que publicar en papel no es garantía de nada, y que hacer un texto deliberadamente “intelectual” tampoco es garantía de nada. Me cansan esos autores que quieren decir algo y fuerzan a los personajes para “comunicar su símbolo” o su “tema”. No quiero escribir para mí, para lucirme, para decir “mirá qué virtuosa soy, mirá qué frase te armo”, ¡no! Me interesa que me lean por placer, no porque “me tienen que leer”. No me interesa el lector del canon y no me interesa el lector sufrido que se da con el látigo.

Esto es ficción

El primer trabajo de Carolina Aguirre fue en una carpintería familiar. Su tarea consistía, entre otras, en ir al aserradero, elegir la madera y ver cómo un tablón de cedro rasposo devenía, días después, en una mesa de brillo impenetrable. Durante esos años –años que le supusieron una lenta asfixia- Aguirre conoció la parte buena –y también la ominosa- de los oficios terrestres. Todo se construye, supo. Las mesas, las historias, las vidas de los otros: sólo hay que saber poner las partes en el lugar correcto.

Aguirre renunció al trabajo. Se anotó de noche en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, y se empleó de mañana en un call center. Eran seis horas de trabajo –frente a las catorce de la carpintería- y le permitían dedicarse durante media jornada a la escritura. Así fue que Aguirre empezó a escribir el blog Bestiaria: un glosario de mujeres que eran clasificadas según su forma de divorciarse, el arco de su nariz, la pose del dedo meñique al tomar una taza de té, su rol en la escuela secundaria, el contenido de su cartera, el grado de impaciencia para disolver un caramelo en la boca o la relación con su padre; y una suerte de manifiesto que –sin buscarlo- ponía en jaque todos los clichés de la literatura para mujeres.

Bestiaria no era chick lit. Era, a decir de Aguirre, un bisturí; un rayo de luz que descubre las imperfecciones en el pliegue de una tela.

—Al principio se me metió en esa bolsa porque Bestiaria salió durante el supuesto boom de la chick lit. Pero la chick lit es un invento de los editores. Y cuando es un invento de los editores y no nace de la propia escritura de alguien, no existe. Yo no escribiría chick lit ni con seudónimo, aunque me lo han ofrecido. Si quiero hacer plata escribo un comercial de Raid. Pero un libro es lo último que haría por plata.

—La idea del “trabajo mecánico”, de lo que sólo se hace por dinero, es recurrente en tus libros. En Ciega a Citas la oficina periodística ocupa un lugar importante. En El Efecto Noemí, la oficina de Boris es uno de los escenarios más decadentes del libro. En el blog La Peleadora eran usuales las discusiones con empleados que hacían su trabajo en “modo automático”. ¿Por qué esa recurrencia?

—Porque odio las oficinas. Yo misma trabajé en una empresa catorce horas por día y lloraba todo el tiempo. Son un ámbito aplastante y asfixiante, y a la vez son un tema que a la gente le molesta mucho que le mencionen. Cuando hablo de eso la gente reacciona mal; parece que uno tiene que mostrarse satisfecho y feliz con lo que tiene. La vocación es un tema tabú. No se puede hablar de la vocación, de los sueños perdidos, de que querías ser bailarín y terminaste archivando cosas. Y en general, como de eso no puedo hablar, me gusta ponerlo en mis libros.

—La gente parece usar un criterio publicitario para hablar de la propia vida: no hay lugar para la desilusión o la grieta.

—Tal cual. De hecho yo escribo comerciales, y cuando empecé me llevé un tremendo chasco. Yo era de las que creían que la publicidad estupidizaba a los espectadores, o al menos los nivelaba para abajo. Y después, cuando empecé a ver lo que decían los focus group, cuando supe lo que pedía realmente “la gente”, entendí que el problema es más grave de lo que parece. La gente no quiere verse a sí misma en las publicidades. Hubo un caso muy famoso de un jabón en el que todas las mujeres pedían “mujeres reales”. Cuando las pusieron en pantalla la respuesta en los focus group fue: “No queremos ver estas gordas”. “Pero miren que son iguales que ustedes…”. “No importa, sáquenlas de ahí”.

—En esos casos la literatura es un caballo de Troya. “Lo impresentable” llega al lector en calidad de ficción.

—Claro. Cuando la vida gris o la apariencia horrenda le pasan a un personaje, la gente las tolera un poco más. Ahí me desquito.

El Efecto Noemí tiene un agudo trabajo sobre la construcción de personajes imperfectos, pero sobre todo verosímiles: un métier que Aguirre ejercitó en la Escuela de Cine –donde estudió guión- y también en la carpintería, donde aprendió que es importante que las cosas –además de ser lindas- funcionen.

Los personajes de Aguirre funcionan. Y para que eso suceda, ella trabaja la escritura no sólo desde el propio oficio, sino también desde el propio cuerpo. Durante la hechura de El Efecto Noemí, Aguirre se duchaba en las mañanas pensando qué iba a hacer durante el día ella (“primero voy al correo, después al supermercado, después me siento a escribir…”) y qué iba a hacer durante el día Boris (“¿Hoy qué hace? ¿Juega al papi fútbol? ¿Va a lo de Noemí?”). Y durante Ciega a Citas, Aguirre directamente le cedió la firma a su personaje: la autora era, supuestamente, Lucía González: una periodista treintañera y con cierto sobrepeso que tenía 258 días para encontrar un novio al que llevar al casamiento de su hermana.

Con Ciega a Citas –que acaba de ser vendido a la cadena estadounidense CBS-, Carolina Aguirre devino la primera hispanoamericana en llevar un blog a una serie de televisión; y a la vez terminó metida en una trampa. Como el blog y el libro estaban firmados por Lucía González, la promoción del libro tuvo que ser hecha, sí, por Lucía González.

—Sólo podía dar entrevistas por mail y por radio. Además tenía dos celulares, uno mío y otro “de Lucía”, porque en un mes había sacado Bestiaria y dos meses después salió Ciega a Citas y tenía que hacer la prensa de las dos.

—¿Con la radio cómo hacías?

—Cambiaba la voz. El problema es que no podía imitar la voz y a la vez ser graciosa.

—Toda la energía se iba a la imitación.

—Y sí. Además había gente que me preguntaba cosas que yo no sabía del personaje, cosas como “¿Cómo fue cuando tenías doce años y tu madre…?” Tenía que inventar en vivo y era desesperante. Incluso cuando se supo que Lucía González era yo, a mucha gente igual le costaba entender. Por ejemplo, una vez a Víctor Hugo tuve que pararle una entrevista al aire porque me había presentado como Carolina Aguirre pero me hacía preguntas como si yo fuera Lucía. Capaz que me decía: “¿Pero qué sentiste cuando viste a tu mamá hacer una apuesta con tu hermana y…?”. “Estee… No sentí nada porque… no pasó”. “Ah, eso no pasó. Pero tu relación con tu madre…”. El tipo seguía y seguía, y tuve que parar y decir: “Víctor Hugo, esto ES FICCIÓN. Es todo ficción. Me inventé todo. No existe nada”. Ahí hubo un silencio y dijo: “Bueno, vamos a saludar a Carolina…” y ahí terminó la entrevista. Fue horrible.

La paz

Es otro día; es otro lugar. En este bar de Palermo hay anaqueles con libros, bossa nova en el aire, y una luz floja que atraviesa el techo –vidriado- y se desploma sobre las mesas vacías. En el bar hay sólo una mujer y está sentada, de espaldas, hablando por teléfono.

—¿Ves? –dice Carolina Aguirre cuando llega-. Si estuviera sola me sentaría allá.

Señala con la nariz la mesa contigua a la mesa ocupada. Ese es, para Aguirre, el balcón con vistas al único escenario interesante de este mediodía: una mujer hablando. De nada. A Aguirre le gusta revolver entre los restos del lenguaje de los otros. En bares, oficinas, colas de supermercados, programas de la tarde: es ahí –y no en el camposanto del ingenio intelectual- donde Aguirre busca sus palabras.

—Observo todo el tiempo. No es algo que yo pueda decidir. Si voy a una reunión que no me importa igual escucho todo y me la paso preguntando estupideces. “¿Cuántas horas trabajás? ¿Te gusta? ¿Qué hacés en tu oficina? ¿Te llevás la comida en un tupper?” Los vuelvo locos. TODO me interesa. Me la paso almacenando información, clasificando gente…

—¿Y nunca desconectás? ¿En algún momento tenés paz?

—Me gusta escuchar cómo hablan porque todo el tiempo tengo algo en mente. Con un amigo estamos todo el día escuchando qué puede funcionar para un personaje que estamos escribiendo juntos, y capaz que nos juntamos a tomar el té en un bar y nos sentamos al lado de una persona y nos quedamos callados, a veces una hora, mirando nuestros celulares…

—¿Pero tenés paz?

—Y de repente escuchamos algo maravilloso y nos decimos por lo bajo “escucháescucháescuchá no lo puedo creer, dijo la palabra ‘tocaya”… Y después pensamos bueno, ¿a quién habrá votado esta persona que dice “tocaya”? ¿A Rodríguez Saa, que hace las casas de 90 pesos y hace rendir la plata? ¿A Cristina porque perdió un nietito? ¿Vota a Mauricio Macri porque es rubio? Podés pasarte horas pensando en la psicología de un personaje y eso incluye hasta el timbre de voz…

—Decía si…

—Me acuerdo que la primera vez que tuve que dar una entrevista por radio como Lucía González yo no tenía la voz, y tenía que salir al aire en diez minutos y estaba desesperada y me había sentado en un bar al lado de una mujer, y la mujer se puso hablar y dije: “Bueno, no puedo inventarme una voz de la nada pero sí puedo imitar una voz”. Entonces me fijé en esa mujer, que estaba hablando con un cliente y era arquitecta y tenía la voz así –hace una voz aguda y pastosa-, y la escuché un rato y después la imité todo el tiempo, entonces no: la verdad que nunca tengo paz.
Y lo dice sin ningún subrayado en especial. Como si dijera: esta también es información sobre mí.




Publicado en el suplemento ADN del diario La Nación, diciembre de 2011

martes, 20 de diciembre de 2011

Diez trucos infalibles para no escribir



Uno. Hacer algo con tierra. Plantar habas, pimientos y flores. Hundir caracoles en sal. Matar insectos. Seguir hormigas como se sigue la huella de un crimen.

Dos. Nadar. Inhalar de costado, retener el aire, soltarlo en cuatro brazadas, ver las burbujas saliendo de la nariz. No pensar en palabras: solo en burbujas.

Tres. Apoyar el oído sobre el pecho de alguien. Sentir el latido. Sentir la fragilidad del cuerpo y hundirse en un sopor de comodidad y angustia. Amar.

Cuatro. Poner música en el living. Bailar de modos indebidos. Tomar la guitarra y soñar con ser la nueva Janis Joplin. Procurar que nadie, en tu casa, se entere de cosa semejante.

Cinco. Fascinarse con la televisión basura. Ver Cops, Bailando por un sueño y las experiencias paranormales del canal Infinito. Ver programas del corazón. Escuchar los problemas de cama y celos de gente ordinaria. En algún momento, pronunciar la frase: “Ella tiene razón”.

Seis. Viajar a Montevideo y caminar por la Rambla. Sentir el ruido del viento y del agua y no saber qué ruido pertenece a qué cosa. Mirar el mar. Llorar por nada en especial: por solidaridad con el mar.

Siete. Ir a una tienda grande y probarse vestidos de fiesta. Mirar los precintos de seguridad. Fantasear con robar todo. Luego recapacitar. Entender que ya no vas a fiestas. Comprar dos remeras y pensar en la palabra “oportunidad”.

Ocho. Criticar a alguien por teléfono mientras se lava un plato, se hace una cama o se lleva a cabo cualquier otra acción vinculada al tedio. Compadecerse de las vidas de los otros.

Nueve. Hablar con tu abuela. Empezar con temas de salud y terminar hablando de delincuencia juvenil. Decirle que sí a todo. No pensar en su muerte. No pensar en la muerte de nadie querido, nunca.

Diez. Hacer un asado e invitar –entre tantos– a una persona sociable y otra sobreinformada. Pasar la noche tomando vino; dejar que los dos invitados entretengan al resto. Luego hacer el amor con tu pareja y dormir. No dejar que las palabras interrumpan el sueño, ni ninguna otra cosa.



Publicado en El Malpensante, diciembre 2011.